Pepén y la Paz

El Instituto de la Paz Juan F. Pepén 
quiere resaltar la figura de este gran hombre y religioso dominicano. 
Una persona íntegra, ciudadano ejemplar y hombre de paz. 
Como cristiano supo dar testimonio con su vida y a la vez,
 ser sacerdote, obispo y pastor. 



Mons. Juan F. Pepén junto a su hermana Luisa (derecha) y Nubia Isaza (izquierda)


Escritos de Pepen
Sólo destacamos escritos de Juan F. Pepén que se relacionan con el tema de la paz. Agradecemos cualquier aporte al respecto.



En busca de paz

Conocer la naturaleza de la paz es necesario al ciudadano de todos los tiempos y de todos los lugares, dado que la paz se presenta como una aspiración humana muy cercana a la felicidad.

Sobre la paz se han dicho muchas cosas, no siempre rectas y acertadas y es muy oportuno que el ciudadano consciente pueda tener a su alcance una justa valoración de la paz para tratar de alcanzarla por los medios más adecuados.

Ver la paz sólo como la ausencia de guerra no es una apreciación acertada. La paz es mucho más que eso. Ciertamente la guerra conspira contra la paz, pero con la guerra y antes de ella, muchos otros factores trabajan contra la paz y determinan su ausencia en un mundo que a pesar de ello, quiere la paz.

"La paz no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuerzas adversarias, ni surge de una hegemonía despótica, sino que con toda exactitud y propiedad se llama "obra de la justicia" (Is.32,7). Esto lo afirma el Concilio Vaticano II en su Constitución "Gozo y Esperanza" (Nº78) hablando sobre la naturaleza de la paz.

Esa justicia que produce y determina la paz al decir del anuncio profetice de Isaías, tiene necesariamente hondas raíces espirituales; es un signo de la vida divina en medio de los hombres y por eso tiene el carácter sagrado que la eleva a la categoría de virtud humana natural y sobrenatural a la vez.

La justicia que obra la paz supone un orden. Y todo orden supone un ordenador. Dios quiere la paz. Cristo vino al mundo a dar la paz.

Hablando a cristianos, sólo hay paz donde impera la justicia. Y sólo hay justicia, donde gobierna el amor.

Mucho se ha hablado en el mundo de paz, justicia y amor. Pero las palabras que no van acompañadas de realizaciones con¬cretas 3 no pasan de ecos que el viento se lleva. "Obras son amores y no buenas razones" reza el clásico refranero castellano.

Otra vez apelamos al texto magisterial del Concilio Vaticano II para repetir con él: "El bien común del género humano se rige primariamente por la ley eterna, pero en sus exigencias concretas, durante el transcurso del tiempo, está sometido a continuos cambios; por eso la paz jamás es una cosa del todo hecha, sino un perpetuo quehacer" (Const. Gozo y Esperanza, Nº 78).

El quehacer de la paz nos obliga a muchas cosas, dejando siempre de lado lo que rebaja o disminuye la dignidad y libertad del hombre.

El ejercicio del derecho y del deber de votar en una sociedad libre es una ocasión para realizar la paz como un perpetuo quehacer.

El voto es el medio de que disponen los hombres y mujeres libres para llevar al gobierno de su nación hombres y mujeres honestos, dignos y capaces, que sepan, puedan y quieran defen¬der en todo momento y frente a todo otro interés, los principios básicos de la familia, la patria, la religión, la cultura y la identidad de su pueblo. En esos principios descansan el orden, la paz y la prosperidad de las naciones.

El voto es un acto moral que implica responsabilidad de conciencia. Es un acto público que afecta no sólo al individuo, sino a toda la sociedad y el elector es responsable ante Dios y ante la patria del mal que cometan sus elegidos, de las leyes o decretos injustos que dictaren y muy especialmente de la corrupción y excesos en que incurran como gobernantes.

Quede bien establecido que el cristiano no puede ejercer el voto sin una conciencia clara de la responsabilidad que asume, y que en caso de duda legitima, ha de consultar a quien por su oficio debe darle orientación más segura.

Sólo el bien común ha de ser la motivación sincera del voto libre. Libre de presiones sicológicas o morales. Libre de condicionamientos creados por recursos publicitarios sin escrúpulos. Libre de intimidaciones y sobornos.

Incógnitas no despejadas. Serios interrogantes inquietan necesariamente el espíritu de quienes en silenciosa mayoría piensan hoy en el futuro de esta tierra.

La mujer, sobre todo la mujer cristianas la que siente, ama, sufre y espera, tiene hoy tal vez en sus manos decidir el futuro de la patria. Y ese futuro de paz y amor, de justicia y libertad, parece estar en las urnas electorales. Por eso nuestra invocación:

Ilumina, Señor las mentes y
despierta las conciencias, de todos los que
cumpliendo un deber y ejerciendo un
derecho, realizan desinteresada y
libremente el acto cívico de participar
en elecciones de autoridades gobernantes.
Que no sea el partidismo. Que no sea
el odio. Que no sea el interés ni la ambición
la razón última de este acto,
que será bueno o malo según la intención
que lo motiva. Y que no quedará sin consecuencias:
Libertad con alegría u opresión con pesadumbre.

Juan F. Pepen, Obispo Auxiliar
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Tomado de
“A la sombra del Santuario”
Reflexiones de un pastor (inédita).
Por Mons. Juan F. Pepén


Un voto por la vida 

En una aldea montañosa y teniendo como escenario la Cordillera de loa Alpes, Juan Pablo II se ha dirigido una vea más a los fieles del mundo para instarlos a disfrutar de las bellezas de la naturaleza y a estar prevenidos frente a la amenaza, que representa el ser esclavos de la tecnología.

Textualmente el Papa ha dicho:"Nuestra vida, en la edad de la tecnología, corre peligro de ser más anónima. El hombre se torna incapaz de disfrutar de las bellezas de la creación y, lo que es peor, de ver en ellas un reflejo del rostro de Dios".

Un fiel testigo de la vida y de la Bondad Infinita del Creador, el papa nos invita una vez más a vivirla en plenitud, lo que requiere en nosotros un uso y un respeto a los bienes de la naturaleza que corresponda a su divina Voluntad. El Papa, en buena hora para el mundo califica a la misma naturaleza como "antídoto vital" para el aburrimiento, la desorientación, la desesperación y otros males que aquejan a la vida moderna.

Es curioso y muy digno de atención y reflexión el hecho de que tanto progreso tecnológico como ha habido en el mundo en este siglo que ya concluye no haya hecho posible a la humanidad un bienestar que colme las aspiraciones de su vida y se adviertan tantas insatisfacciones y frustraciones precisamente en quienes tienen a su alcance esos medios. Esto sólo se explica por una errada orientación en el progreso humano, que ha ignorado y relegado a un último y lejano lugar lo que concierne a los insustituibles bienes del espíritu.

Hay mucha tristeza y hay también insatisfacción y frustración porque somos cuerpo y espíritu y éste sin cultivo y ejercicio de sus capacidades propias, siente al fin un vacío que no pueden llenar todos los bienes y comodidades materiales.

¿Quedaremos cubiertos de basura?, preguntaba hace algunos meses una publicación europea destinada al hogar. A continuación añadía:

«Los noticiarios nos comentan de vez en cuando los montones de basura que rodean todas las grandes ciudades. Cada habitante tipa papeles, restos de comida, deséenos y cosas inservibles a razón de dos kilos por semana. Actualmente el aire se envicia y contamina con el anhídrido de carbono de los automóviles. Con esta política absurda, el hombre ha ido consiguiendo que el aire en algunos lugares resulte irrespirable.

Mucho se podría salvar de la madre naturaleza y podríamos evitar que se extingan especies vegetales y animales en las reservas naturales que Dios ha creado para nosotros. Pero todavía no hay una o conciencia clara que ayude a la no destrucción; y el ciego despilfarro provoca que seamos sepultados por la basura".

Esta conciencia, añadimos, hay que formarla, no surgirá sin una motivación fuerte, porque hay grandes intereses que apenas se detienen a medir las graves consecuencias del deterioro constante de la naturaleza para el futuro de los pueblos. Es el egoísmo y la avaricia que se vuelven incontenibles cuando sólo se piensa y se actúa en función del lucro y la ganancia, olvidando las razones más profundas de la solidaridad humana.

Como una nota de esperanza, en el mundo ha aparecido la industria del reciclaje. Muchos desperdicios contaminantes y degradantes de la naturaleza son hoy reconvertidos en materia útil, evitando así un daño irreversible y contribuyendo a una vida mejor para toda la humanidad. Son soluciones que han de tener a la vista los responsables del bien común en cualquier latitud de la tierra que habitamos.

Por su parte, y tal como Juan pablo II lo ha expresado, la Iglesia tiene hoy entre sus más graves preocupaciones la degradación del ambiente, Ella misma, sin embargo, tiene esperanzas do que las nuevas generaciones adquieran conciencia ciara sol/re este vandalismo y que no sólo se opongan a él, sino que cuiden los recursos naturales renovables para que éstos no se derrochen ciegamente.

Nuestro propio país es un ejemplo de lo que significa el prolongado descuido de las reservas naturales, cuando vemos con cierta impotencia para impedirlo su destrucción acelerada. Ha faltado una firme decisión de la ley que establezca y haga respetar a todos los niveles esas reservas y, lo que sería a la postre más eficaz, un proceso educativo de las nuevas generaciones del campo y la ciudad que vaya creando una nueva conciencia del problema. Nuestros campos se vuelven estériles, nuestras fuentes fluviales y nuestros ríos se han ido agotando y nuestro clima se ha tornado cada vez más inestable e impredecible.

¿Qué espera a las próximas generaciones y aun a la presente a juzgar por lo que ya constatamos? La improvisación, la dependencia de intereses ajenos al bien de la mayoría y la apertura desprevenida a todo lo qué nos llega de otros lares nos nacen aparecer a nivel internacional como tierra de nadie, que se aprovecha en primer lagar para lo que la ley no permitiría en otros lugares.

Estamos a tiempo de frenar el proceso de degradación de la naturaleza que podría hacernos en una generación tierra inhabitable, pero sólo una toma de conciencia colectiva sería capaz de responder a lo que hoy nos apremia porque es para la nación de vida o muerte.

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Tomado de 
“A la sombra del Santuario” (Inédita)
Reflexiones de un pastor.
Por: Mons. Juan F. Pepén







LA PAZ

La paz del corazón está edificada sobre muchos pequeños sacrificios. Vale la pena poseerla, aunque costara más.

Quien desee la paz debe exigirse más a sí mismo que a los demás.

La paz en definitiva no es otra cosa que reconocer que los hombres somos todos diferentes y debemos vivir juntos en un solo mundo.

Acude día a día a la fuente del
infinito. En ella encontrarás el tesoro
inagotable de paz que anhelas y buscas
infructuosamente fuera de ti mismo;
El infinito es Dios y Dios
está en ti como Rey y Señor.
Entrégale la limitada esencia de
tu individualidad. Así tendrás
el infinito que deseas.

Tu sueño será más tranquilo si al acostarte recuerdas siquiera una buena obra realizada en el día.

¿Conoces a un hombre verdaderamente pacífico? Has hecho un gran descubrimiento. Estímalo en lo que vale.

El hambriento conserva difícilmente el temple de su alma, no importa cuál sea su bondad natural y temperamento. Procura ayudarle a remediar su hambre si has de conservar la paz de tu casa y de tu hacienda. Es más de temer una oveja hambrienta que un león harto.

Cuida tanto de que esté seguro
el pan de tu vecino como de asegurar
el tuyo propio. Es mala consejera la
necesidad y supone gran fuerza moral el
vencer la tentación que sugiere el hambre.

El desempleado es un delincuente potencial. No sólo es peligrosa la ociosidad como vicio y defecto voluntario, sino que lo es también la desocupación forzada. El desocupado involuntario se vuelve rabioso y desesperado y se venga contra la sociedad por medio de la delincuencia.

Nunca trates de levantar un pedestal
sobre la ruina de los demás. Sólo el
ruin y miserable trata de destruir el bien
ajeno para labrar el propio.

Si el bien de tu prójimo no te roba el sueño, si su felicidad es tu contento; si su alegría es la tuya, ten por cierto que perteneces ya al reino de los elegidos.

Apólogo

En el gallinero de Don Venancio, dos patos se peleaban constantemente. Reunido en consejo con su mujer, razonó de esta manera: el único remedio es "quitar" uno de los dos, cortarle la cabeza y echarlo a la olla.

Pero su mujer le objetó de esta manera: ¿No sería mejor hartarlos bien a los dos, de manera que ninguno tenga envidia del otro y, ya calmados y sosegados se echen tranquilamente a dormir?
Don Venancio concluyó que su mujer debía tener razón.

Y el gallinero prosperó. (Como la mujer razona la Iglesia).

Nadie puede estar en paz y ser
indiferente cuando la injusticia
hace víctimas a su lado.

La paz armada es una paz ficticia; sólo la justicia en libertad es base de paz estable.

No pierdas tu paz por cualquier
cosa. Ten por seguro que no hay en el
mundo nada que valga tanto como para
perder la esperanza en un día mejor.

No es fácil la paz cuando se tiene al lado a un vecino hambriento.

Respetar a los demás es comenzar a tener paz.

Querer mantener en paz la sociedad sin promover la Justicia es obligar a Dios a hacer milagros.

La miseria tiene madre: la injusticia.

Nunca exijas a los otros más de lo que tú, en circunstancias semejantes, eres capaz de hacer.

Es muy difícil que gente con hambre razone.

Cuanto más aprieta el trapiche, más azúcar da la caña. Así el sufrimiento suele producir frutos de paz, si es bien sobrellevado.

Civilización y silencio suelen ser casi sinónimos.

Los hombres "se preparan para ir a la guerra". También debieran prepararse para ir a la paz.

Progreso que produce neurastenia no es progreso.

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Tomado de: 
RIQUEZAS DEL ESPÍRITU
Por Mons. Juan F. Pepén
Ediciones M.S.C., Diciembre 1995.
Páginas 87-91


Primero la paz
No hay posibilidad de bienestar alguno donde falta la paz. Por esa simple y comprensiva razón, todos estamos llamados a trabajar por la paz; a construirla con amor y sacrificio, con trabajo y decisión, porque no hay otra forma de hacerlo.

En gran parte del mundo hay conflictos y situaciones particularmente complicadas que han conducido a la pérdida de la paz y al sufrimiento de los pueblos, que pagan con dolor, lágrimas y sangre los errores de muchos que no buscan la paz o que pervierten los objetivos de la vida social para alcanzar otros objetivos. Esos conflictos se dan en lo interno de las sociedades y en las relaciones entre las naciones.

Si se buscan y analizan las causas más frecuentes de la pérdida de la paz llegaremos siempre a una que es general en todas las situaciones perturbadoras y en todos los conflictos: es la falta de amor entre las personas y el egoísmo que sustituye esa falta de amor.

En el centro de su mensaje de salvación, Jesucristo, puso como principio orientador de sus discípulos en toda su vida este simple y universal mandamiento: "Ámense los unos a los otros". y les añadió, "En eso conocerán que son mis discípulos (Jn. 13,34-35).

El amor lleva a la paz. Y esa paz es al mismo tiempo un don, un regalo que Dios nos da en la misma medida en que la buscamos y trabajamos por ella. Son "bienaventurados los pacíficos" (Mt. 5,9) y "pacíficos" son los que hacen la paz, los que la construyen con amor, con servicio, con justicia, con trabajo y con entrega.

Cuando se dan en el corazón humano las condiciones para vivir la paz, entonces Dios nos la da. No antes, porque no la merecemos. Es la Paz que Jesús anunció cuando dijo, "La Paz sea con ustedes" (Jn. 20,21) y "Vivan en Paz unos con otros" (Mc. 9,50).

Toda violencia perturbadora de la paz, sea en palabras en acciones, en formas injustas de proceder, nace del corazón. Por lo mismo la paz social, lo mismo que la del individuo, tiene su fundamento en la buena conciencia que determina el actuar con justicia y con verdad.

Hay que respetar la paz como un bien que todos tenemos derecho a disfrutar. Nadie se puede arrogar el derecho a quebrantarla, del mismo modo que nadie tiene derecho a quebrantar la justicia. Justicia y paz son valores y bienes inseparables, que fundamentan la convivencia humana y que todos debemos cuidar y defender.

Cuando asoma en nuestro medio amago de violencia, todos a una tenemos el deber de rechazarlos, porque todos sin excepción seremos perjudicados de alguna manera. Somos como los viajeros que navegan en un mismo barco y que seria verdadera locura hundir, porque todos vamos dentro. Esa solidaridad hemos de tenerla presente, aun cuando no coincidamos en las mismas ideas, en las mismas creencias o en los mismos intereses.

Nuestra sociedad reclama hoy de cada ciudadano seria reflexión sobre el valor de la paz y el peligro y riesgo de los conflictos de cualquier orden, interno o externo. Hay que actuar con respeto, serenidad y buen juicio. Y en toda circunstancia, favorable o desfavorable, que sé nos presente, seguir la consigna cristiana de siempre: Poner en práctica la caridad y el amor.

Paz social
La Paz es indispensable para la felicidad de los pueblos y sin ella no es posible disfrutar a plenitud ninguno de los bienes a los que todos tenemos derecho como miembros de una comunidad de personas que viven en libertad.

Es amplio el alcance y contenido de la paz y su comprensión requiere en quien vive en esa comunidad una previa preparación que debiera empezar siempre muy temprano, comenzando por tener las condiciones de vida familiar y un entorno social favorables para la formación de una conciencia normal y recta que le permita la inserción al conjunto social sin mayores problemas.

No es fácil definir la paz como no es fácil en lo teórico definir la salud. La paz social, considerada en sus manifestaciones y sus efectos, vendría a ser como la salud de la sociedad manifestada por el orden y coordinación de todas las funciones sociales, la que produce bienestar, estabilidad y orden. La «tranquilidad del orden» que diría San Agustín no es sólo la ausencia de guerra sino que va más lejos. El orden, antes de ser social es humano y antes de ser humano es un eco lejano de la presencia divina, que se hace más cercana cuando no nos apartamos de su santa ley.

No bastan la fuerza y poder, aun absoluto, para establecer una paz verdadera y durable ni tampoco las palabras sonoras pero vacías que tanto resuenan en estos tiempos en que los pueblos quieren realidades más concretas. No faltan las buenas intenciones y hay que alentarlas; pero la verdad es que tanto las naciones entre sí como las sociedades a lo interno se enfrentan a dificultades que ellas mismas se han creado al tratar de cimentar un orden estable basándose sólo en la fuerza.

Contrastando el orden visible en el universo con el de muchas naciones, decía el Papa Juan XXIII en su encíclica sobre la Paz entre los pueblos, lo siguiente: «Resulta sin embargo, sorprendente el contraste que con este orden maravilloso del universo ofrece el desorden que reina entre los individuos y entre los pueblos. Parece como si las relaciones que entre ellos existen no pudieran regirse más que por la fuerza.»

Lástima es que el hombre racional, renunciando en cierto modo al mejor uso de la razón, se incline tantas veces, movido por el egoísmo del corazón, al uso de las formas del bruto animal que no piensa ni reflexiona, sino que hace de su apetito voraz la ley suprema de su vida.

Las crisis sociales que llegan a afectar la convivencia social y que alcanzan, desde luego, a todos, no son a simple vista nada nuevo. Lo que ha variado y debe variar es la forma de resolverlas. No hay que ser un especialista para saber que ellas no surgen por generación espontánea y que se incuban en un proceso de más o menos larga duración, cuando a tiempo y con previsión no se enfrentan sus causas, creando los marcos jurídicos y las praxis efectivas para hacerlos vigentes. ¿Quién ha de hacerlo? En un contexto de libertad y respeto mutuo, todas las fuerzas sociales, léase institucionales, habían de ser parte de ese proceso de solución, siempre dentro de un orden constituido y justo.

En el transcurso del tiempo muchas cosas han variado, pero la vida sigue siendo la misma. Nada podrá sustituir el bien de la paz, hecha signo de la presencia divina con el anuncio del nacimiento del Redentor en una «noche de paz». Ningún bien podrá surgir del mal uso de la libertad humana para alcanzar un supuesto bienestar a quienes lo han de tener sólo por el imperio de la justicia.

Términos renovados como «concertación», «diálogo», «consenso» y reclamos civilizados y ordenados deben sustituir, puestos en práctica, a manifestaciones triviales que llevan a la ruptura de la convivencia y al desastre de la nación cuando falta el orden y la paz social.

Esa paz, sostenida por la fuerza de la ley y de la justicia, se alcanza y permanece cuando cada quien, desde el lugar que ocupa en la sociedad, cumple con conciencia recta su deber.

Demografía y paz
Es un hecho visible y comprobable la relación que existe entre el crecimiento demográfico de los pueblos y algunas situaciones que comprometen la paz tanto al interior de las naciones como entre naciones limítrofes.
En Asia y África esas situaciones conflictivas son casi permanentes y no han faltado en Europa cuando coinciden con conflictos originados en otros intereses. Por lo tanto, no es nada raro que en cualquier otra latitud suceda lo mismo. Esto quiere decir que hay que tenerlas en cuenta y prevenirlas, y en esto, el fallo más común ha sido el punto de partida y el método empleado.

Los dominicanos podríamos encontrarnos hoy en el tablero del ajedrez internacional cuando una situación de hecho nos obliga a buscar soluciones tal vez improvisadas a problemas que no son nuevos y que por su misma índole no pueden dejarse al azar.

La nación que nos vio nacer tiene la originalidad de estar situada en una isla que es grande como isla, pero que resulta pequeña al estar habitada por dos pueblos diferentes y bien definidos que tienen distinta evolución histórica y cultural, y sin embargo están llamados a entenderse y convivir en un marco jurídico respetado por ambos o a encontrarse en permanente situación de conflicto. No hay otro camino.

Para no ver las cosas con sentido fatalista, démonos por bien librados si esos conflictos, por lo menos en dos generaciones, un tiempo bastante apreciable, no se han agudizado hasta el extremo de una confrontación irreparable. A la vista tenemos en nuestro tiempo como ejemplos distantes, pero bien conocidos a través de los medios de comunicación lo que ha estado sucediendo por largo tiempo en Irlanda del Norte, en Chipre, y en la antigua Yugoslavia entre gentes casi iguales y en Ruanda -Burundi entre «etnias» que sólo los expertos pueden distinguir.

Es evidente que en las relaciones entre los pueblos, sean ricos o pobres, grandes o pequeños, se impone la necesidad del mutuo respeto y de la autodeterminación, cosa que los vecinos más poderosos han de entender a la hora de intentar dirimir sus problemas.

Si el bien de la paz hay que tenerlo presente cada día para preservarlo de cualquier sobresalto, estamos a tiempo de ver y saber por experiencias ajenas que hay una relación muy estrecha entre demografía y paz. Las dos naciones que comparten y seguirán compartiendo bien diferenciadas la soberanía de esta isla están sumando entre las dos una población que según las estadísticas publicadas hasta hoy se acerca a los dieciocho millones para una superficie conjunta de unos setenta y cinco mil kilómetros cuadrados. Esto representa una población de casi tres cuartos en relación con la población total de Venezuela, cuyo territorio es de casi un millón de kilómetros cuadrados. Igualmente representan esos millones cerca de la mitad de la población actual de Argentina, que habitan holgadamente en cerca de tres millones de kilómetros de territorio y a la de Canadá, un inmenso país. Aunque los números no lo dicen todo, ha de tenerlos en cuenta la comunidad internacional y no se recurra por ello al expediente fácil y muy cuestionable de apelar a controles demográficos basados fundamentalmente en criterios paganos.

Falta mucha buena voluntad en el mundo y tienen la oportunidad de demostrarla las naciones amigas tanto de Haití como de la República Dominicana a la hora de disponer de sus abundantes recursos materiales, porque ambas naciones son parte de la gran familia universal y arrastran, aunque en diversos grados, similares problemas de pobreza y subdesarrollo. Mientras tanto, en nuestro caso, no nos durmamos en laureles y continuemos con los ojos muy abiertos para evitarnos indeseables sorpresas.

Del orden a la paz
La anhelada paz social que en el curso de nuestra vida o de la historia hemos echado de menos y anhelado con mucha razón, porque sin ella la vida misma pierde valor como objetivo, debe ser cultivada temprano, como árbol fecundo de cuyos frutos vamos a vivir.

Hablar de paz y de bienestar es cosa común en la retórica de muchos teorizantes, usada la mayor parte de las veces como disfraz de otros proyectos, lo que no les compromete de verdad en su búsqueda, la que reclama siempre buena voluntad, esfuerzo y a veces sacrificio.

A tiempo estamos hoy para recordar, a la luz de bien fundadas experiencias, lo que en principio puede ser para nosotros fundamento sólido de una paz y estabilidad duradera que permita a nuestro pueblo una vida mejor.

Nadie discutiría, suponemos, a menos que su mente esté nublada por el escepticismo más crudo o por el error, que detrás de la paz y como visible fundamento está el orden. El orden considerado en su significado más universal de «apta disposición de los medios para un fin». Definirlo y entenderlo, desde luego, nunca fue difícil. Lo difícil es y será alcanzarlo en la medida y proporción que a todos beneficie, sin que se convierta en simple trampa de despistados.

Es fácil que para no pocos «el orden», como experiencia muy personal, no haya sido la antesala de la esperada paz que nos hace siempre más felices y hasta mejores, sino pretexto para el recorte de la justa y necesaria libertad, sin la cual no hay desarrollo y crecimiento personal ni, por supuesto, progreso de las naciones.

Nuestra historia como pueblo y como nación bien podría servirnos hoy para remodelar nuestro ser nacional, tomando en nuestras manos como empresa de todos y de cada uno el establecimiento de un orden que nos asegure para un próximo y un lejano futuro la paz y el bienestar.

Pero no. Todo indica que la audacia y la mala voluntad de unos pocos, por una parte, y por la desgana o la ignorancia de muchos nos ha hecho difícil vivir el nivel de la bien entendida tranquilidad y sosiego que son necesarios para ver con más confianza el presente y más esperanza el futuro de la nación.

En ocasiones parece que nos empeñamos en olvidar nuestra historia, tan elocuente y tan patética a veces, la que nos dice en sus testimonios más verídicos que en la raíz de la mayor parte de nuestros males ha estado comprometida nuestra responsabilidad.

Olvidar la propia historia, vicio de nuestros días, bien puede ser el inicio de su repetición, obligados, queramos o no, a vivirla de nuevo bebiendo en tragos amargos la frustración. Fuera de los males inevitables causados por causas naturales como son los fenómenos meteorológicos y geológicos, nuestra historia debe convencernos hoy de que nada nos ha sido más perjudicial que el mal entendimiento y la búsqueda de intereses grupales a costa de los supremos intereses de la nación. Esto de por sí es un desorden, cuyas consecuencias ya nos alcanzan.

El orden, a buen entender, no es imposición, sino disposición racional de medios y buen uso de los mismos para nuestra propia seguridad. «Guarda el orden y el orden te guardará» decía muy bien un proverbio latino. Es que aun cuando nos cuesta esfuerzo y sacrificio, hemos de respetar los derechos de los demás si queremos y buscamos el respeto de los nuestros. Para que esto sea posible, se impone por si misma la ley, fundamentalmente «ordenación de la razón para el bien común, promulgada por quien tiene la legítima autoridad». (Santo Tomas de Aquino).

Una sociedad que progresa descansará necesariamente sobre la base inconmovible de un orden, que se establece y se hace realidad para todos en lo jurídico, en lo económico, en lo social, en lo moral. En cuanta actividad humana sea necesaria para la vida de relación. Es ahí donde se revela de modo más visible la realidad que es cada pueblo, su mentalidad y su cultura. Desorden, indisciplina y caos son retroceso a la barbarie y por lo mismo, las clases pensantes y las élites que asumen por vocación o por elección la tarea de guiar a los pueblos, no pueden renunciar a su misión sin incurrir en infidelidad al pueblo que sirven.

Autoridad, más que nunca, no es privilegio ni patente de lucro. Es servicio y responsabilidad y en esto han de estar muy claros tanto los elegidos como sus electores. Ser guardián del orden, imponer el orden si se quiere, no es tarea que puede confiarse a cualquiera sin exponer a todos a la pérdida o al menoscabo de la propia libertad. La Suprema Autoridad, la que tiene en el mundo la última palabra, es Dios, que la ejerce en todo momento con equidad y justicia para nuestro bien. En su ley está el código más sencillo de la tierra, que puesto en práctica, nos asegura la Paz que de otro modo no alcanzamos.

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Tomado de: “La Nación que Duarte quiso”
Mons. Juan F. Pepén
Centro Cultural Poveda y Ediciones MSC, 2004
Santo Domingo, R.D. 
Capítulo 9: PAZ SOCIAL, pág. 121 - 130




 EL FENÓMENO DE LA VIOLENCIA

Todos los humanos llevamos insertado en el corazón el germen de la violencia, el más negativo, el más destructor y pernicioso.

No cabe duda, hay en el fondo mismo de nuestro ser, en la base misma de la naturaleza humana, una inclinación a usar los recursos de la fuerza para imponer nuestra voluntad, a destruir lo que no nos gusta, a alcanzar por cualquier medio lo que satisface nuestro apetito.

Es el complejo de la bestia, de la parte animal que hay en todo ser humano. Es el viejo (complejo de Caín), fruto del primer pecado del hombre.

Pero el hecho de que la violencia tenga su raíz en el ser humano, no la justifica. Porquenuestra misma naturaleza, como muestra de una cierta ley de compensación, denota al mismo tiempo una repugnancia de orden psicológico y moral a la destrucción del hombre por el hombre. Nuestro tiempo, el de las guerras más destructivas, el de las ideologías de la violencia, es también el de la sensibilidad más fina por parte de los hombres a todo lo que impulsa la paz, el de los movimientos pacifistas, de las sociedades protectoras de hombres y hasta de animales. Son curiosidades de la vida humana.

Pero hay una realidad muy presente al hombre de nuestros días: la violencia se ha convertido en un monstruo que reviste diversas formas y se enmascara tras las apariencias de sofisticadas teorías, como son los diversos “anti”, o sea la oposición ideológica convertida en represión de ideas y las maquinarias eficientes de aniquilaciónhumana, puestas al servicio de determinados intereses, en nombre, desde luego del “orden institucional”.

Hay violencia de los fuertes y de los débiles, de los de arriba y de los de abajo, de los de una u otra mano, que en forma “legal” o extra-legal llevan adelante sus consignas de destrucción, siempre amparados en razones de mantener una situación o de cambiarla.

Pero la violencia es un desorden, el más grande de los desórdenes. Lo es fundamentalmente porque desconoce el valor de la persona humana, supremo valor en la tierra, ante la cual y por cuya íntegra preservación deben antes sacrificarse todos los valores materiales, sean estos económicos, sociales o políticos. A tan grande confusión hemos llegado, que el más necesario y eficiente propulsor del bien común, por lo menos en su definición, que es el Estado, se convierte con frecuencia en un instrumento de la violencia, siempre al servicio de quienes se amparan tras él para mantener injustos privilegios.

Tratando el tema de la violencia, Don Helder Cámara afirma: “nadie ha nacido para ser esclavo. A nadie le gusta padecer injusticias, humillaciones, represiones. Una criatura humana condenada a vivir en una situación infrahumana se parece a un animal –un buey, un asno- que se revuelca en el barro.

Pero el egoísmo de algunos grupos privilegiados encierra a multitud de seres humanos en esa condición infrahumana, donde padecen represiones, humillaciones, injusticia; viviendo sin ninguna perspectiva, sin esperanza, con todas las características de los esclavos .

Esta violencia instalada, institucionalizada, esta violencia número uno, atrae a la violencia número dos: la revolución, o de los oprimidos o de la juventud decidida a luchar por un mundo más justo y más humano (Espiral de Violencia, página 17-18)

Para observadores y analistas, en todo fenómeno de violencia hay un precedente de injusticia, no de una injusticia ocasional y esporádica, sino permanente, repetida, sistemática, que induce a muchos hombres a buscar recursos desesperados para salir de esa situación. Es “la gran tentación de la violencia” que en nuestro tiempo sacude a las naciones pobres de Asia, Africa y América Latina y que no deja de tener sus asomos aún en los pueblos más desarrollados, como Europa y Estados Unidos, cuando en ellos hay islotes o focos de pobreza o discriminación.

El fenómeno de la violencia es complejo y no será fácil reorientar a los pueblos que han emprendido ese camino. Es más complejo porque la violencia señalada como “institucionalizada” mueve en su favor recursos enormes. Es propio del sistema económico capitalista el acudir a medios de fuerza cuando se trata de mantener estables situaciones de privilegios y de dominio en prejuicio de los pueblos pobres, y es propio también de la estrategia preconizada por los que se inspiran en las ideas de Marx y Lenin acudir a los mismos medios para alcanzar sus objetivos.

Cuánto sufrimiento espera a los pueblos que han iniciado la carrera de la violencia, es algo difícil de predecir. “Un abismo llama a otro abismo” y la violencia engendra violencia. La verdad es que la violencia en el mundo parece aumentar cada día y que ello coincide con el despertar de los pueblos dormidos o aletargados por mucho tiempo y que hoy claman por verse libres de las injusticias que les han impuesto por un lado las naciones llamadas “imperialistas” y por otro minorías privilegias que prácticamente dominan la vida de los pueblos pobres.

El fenómeno de la violencia tiene siempre como punto de partida una situación anormal: la injusticia establecida en una sociedad, lo cual opera a través de sistemas económicos, sociales o políticos que impiden al acceso al bienestar a algún sector. Ante este hecho hay que esperar la reacción de ese o esos sectores y la represión consiguiente, fenómeno que algunos analistas han condensado así: “acción, represión, acción”: Particularmente sensibles a los efectos de esta situación son la juventud y los grupos religiosos. La primera porque los jóvenes son más sensibles a todo problema humano y en su espíritu hallan eco las causas más nobles, demostrando que viven todavía al margen de los intereses creados. Los segundos, porque su misma índole encarnan una aspiración hacia la justicia entre los hombres, la cual ven como un signo de la presencia activa de Dios en el mundo.

Cuando una sociedad, por medio de sus hombres más sensibles, comienza a movilizarse para conseguir los cambios necesarios para que sus gentes vivan una vida mejor, es el momento propicio para que sus dirigentes capten la verdadera dimensión del fenómeno y se dispongan, no a frenar un movimiento que podemos llamar natural e histórico, sino a encausarlo para que no degenere en un reclamo violento. Es mucho pedir a las clases privilegiadas el que comprendan a tiempo la conveniencia de contribuir a que los cambios se realicen, porque su misma condición de privilegio las convierte en “clases dormidas”; pero la historia moderna es fiel testigo de que la represión de las justas aspiraciones de los pueblos termina siempre por exasperarlos y lanzarlos a la acción violenta.

Hace tiempo que la iglesia, por la voz de sus máximos dirigentes, el Papa y los obispos, clama por cambios pacíficos que conduzcan al establecimiento de un orden social más justo. Paulo VI escribió: “Cuando poblaciones enteras, faltas de lo necesario, viven en una tal dependencia que les impide toda iniciativa y responsabilidad, lo mismo que toda posibilidad de promoción cultural y de participación en la vida social y política, es grande la tentación de rechazar con la violencia tan graves injurias contra la dignidad humana” (Populorum Progressio, No.30).

Las conclusiones de la Segunda Conferencia General del Episcopado reunida en Medellín en 1969, dice entre otras cosas, hablando de la violencia en América Latina. “Si consideramos, pues, el conjunto de las circunstancias en nuestros países, si tenemos en cuenta la preferencia del cristiano por la paz, la enorme dificultad de la guerra civil, su lógica violencia, los malos atroces que engendra, el riesgo de provocar la intervención extranjera por ilegítima que sea, la dificultad de construir un régimen de justicia y de libertad partiendo de un proceso de violencia, ansiamos que el dinamismo del pueblo concientizado y organizado se ponga al servicio de la paz” (Medellín, Documento 2, No.19).

La violencia no es cristiana bajo ninguna de sus formas. El recurso a la insurrección “engendra nuevas injusticias, introduce nuevos desequilibrios y provoca nuevas ruinas”, “salvo en el caso de la tiranía evidente y prolongada, que atentase gravemente a los derechos fundamentales de la persona y damnificar peligrosamente el bien común del país” (Populorum Progressio, No.31). ¿Qué recurso le queda, pues, en la práctica, a los cristianos para enfrentar una situación de injusticia permanente? No es fácil responder a esta pregunta, cuando la injusticia permanente, sostenida y bien apoyada golpea sistemáticamente a los más débiles.

La verdad es que hay que formar en todo el pueblo, a todos los niveles y con los medios más eficientes de la pedagogía social, una conciencia clara de la situación y del fenómeno de la violencia, al cual hay que enfrentar con la unión y colaboración de todos los sectores populares para llevar adelante una lucha pacífica, pero tenaz, contra todo sector que propugne o patrocine la violencia. La Sagrada Escritura dicta una fórmula llena divina sabiduría cuando dice que “si son dos, es mejor estar juntos que separados, ay del sólo, porque si cae, no encontrará quien lo levante” (Eclesiástico).

Enfrentar la violencia es una necesidad, de lo contrario la sociedad termina despedazada. Para ello, el camino no es la misma violencia, sino la unión concorde, consciente y activa de los hombres pacíficos, en plan, muy valiente, de buena voluntad.

Higüey, mayo 10 de 1973

Pág. 219- 222
Semillas en el Surco. Ministerio de la Palabra, 1947-1984
Mons. Juan F. Pepén Solimán
Edición a cargo de Universidad Central del Este,
San Pedro de Macorís, R. D



Oración por la paz
Danos tu Paz, Señor.
A todo ser humano, dale Paz.
Paz del corazón que es buscarte y encontrarte
Paz del alma, que es reconocerte,
como Dios y Padre.

Danos tu Paz,
Da Paz a las familias,
a los que unidos en tu nombre
forman un hogar
y viven en tu Amor.

Danos tu Paz,
Da Paz a las naciones
a los pueblos de la Tierra
Que has creado para la felicidad
Y para tu gloria.

Danos tu Paz
Una Paz muy diferente
a la que el mundo ofrece
Porque es Paz con Amor,
Con Justicia y con Verdad.

Danos tu Paz, Señor, Aleja la 
guerra, Cura los odios, Reconcilia 
a los hombres, Llenamos de Amor y 
de Esperanza.

AMEN

de Mons. Juan F. Pepén

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